Últimamente pienso mucho en la magia.
En la magia como concepto, sí, pero también como posibilidad. Como una especie de susurro cotidiano que puede colarse en los gestos más pequeños. Pienso en cómo traer un poco más de magia a mi vida, sin aquelarres ni pócimas, solo a través de pequeños detalles de rituales casi inconscientes. Solo afinando la mirada.
Por eso he recuperado el altar que me hizo D.
Desde que nos mudamos, se había convertido en una mesita de noche algo resignada, sin mucha gloria. Pero hace unas semanas empecé a devolverle su sentido original. Fui colocando, sin demasiado orden, cosas que significan algo para mí. Ahora mismo hay una cámara de fotos muy, muy pequeña y muy, muy antigua que perteneció a mi abuela. Ella me la regaló poco antes de morir. Una pirámide fucsia semitransparente con brilli brilli que, sin razón lógica, me fascina. Un mineral plateado con forma de huevo cuyo nombre ignoro (y me gusta no saberlo). Un aguantavelas hecho con piedra de sal. Una seta de papel. Un cuadro que me dio una amiga para recordarme que nunca estaría sola. Y un dibujo de mi hijo, en forma de corazón.
Un buen poti-poti. Nada armónico, pero cargado de sentido. Un rincón al que vuelvo con la mirada cuando necesito recordar lo importante.
Pensaba el otro día que hacerse un altar propio —sobre todo cuando se es madre y se vive en pareja— es también una forma de reivindicar espacio simbólico. De decir: esto es mío. Esto me importa. Esto soy yo, más allá de los vínculos y las obligaciones.
Y me vino a la cabeza la casa de mi padre. Siempre llena de cosas: figuras, recuerdos, fotos con marcos extravagantes, estanterías repletas de objetos aparentemente inútiles. Pero cada uno con una historia. Como si toda la casa fuese, sin proponérselo, un enorme altar doméstico.
Las generaciones anteriores, con acceso limitado a los bienes materiales, consagraban lo que tenían. Lo dotaban de sentido. Le cedían espacios importantes, incluso en casas pequeñas. Lo valioso se mostraba: sobre el televisor, en las vitrinas, en los pasillos.
Hasta que llegó el minimalismo. Y en la época con más objetos por hogar (más de 10.000, dicen), nos enfrentamos al vacío.
Y es que cómo decimos los antropólogos, un altar es una forma visible de lo invisible. Es un lenguaje silencioso que habla de lo que creemos, lo que amamos, lo que no queremos olvidar. Y no solo a nivel individual: también refleja lo que nuestra cultura nos ha enseñado a valorar. Por eso, cuando inicias un camino más espiritual —o simplemente más consciente— lo primero que se tambalea es la escala de valores. El altar se convierte entonces en un espejo delicado: muestra lo que estás empezando a ver con nuevos ojos, todo aquello que desechas de forma inconsciente y todo aquello a lo que estás dispuesta a darle lugar en tu vida.
Si lo haces con atención, se transforma en un microcosmos personal, una pequeña constelación de símbolos que te orientan. Y si, como en mi caso, solo ocupa un rincón de la casa, una aprende a pensar muy bien qué pone en él. Qué sentido tiene. Qué espacio emocional y físico merece.
El mío aún está en construcción, un poco como yo.
Le tengo echado el ojo a un oráculo de plantas que me tiene intrigada (prometo hablar de oráculos en otro momento, que eso da para mucho).
Le faltan flores. Algo acuático.
No sé qué, aún.
Llegará.
Ostras, mi casa es un enorme altar doméstico en el que he ido cediendo espacios a mi pareja y ahora, a mis hijos.
Las peques vienen fuertes y ya me traen muchos tesoros variados, tienen sus cajas, sus estantes y espacios para sus cosas, sus pongos y lo que quieran. No he tenido ni que pensar en que es importante que tengan sus altares, yo lo siento importante de manera visceral.
Ya tengo yo mis hojas, ramitas, palos, piedras y arenas por la casa ¿Cómo no van a tener sus tesoros ellas? El minimalismo mal entendido de ahora me deja muerta por dentro.
Es vacío frío y espacios poco acogedores.
Leí por ahí que el minimalismo es para ricos, estoy de acuerdo. Desde luego es para espacios especiales, cuidados en su arquitectura, abiertos a la naturaleza, donde la textura, la luz etc ha sido mimada y tiene sentido que haya espacios diáfanos. Los cuchitriles en los que vivimos más todo gris, ventana a ninguna parte y sin nada son simplemente deprimentes.
Prefiero el cuadro de caza chungo con la foto de la boda y la comunión y la figura de Lladró mal en la repisa de la tele.